martes, 23 de marzo de 2010

El jorobadito. Roberto Arlt

El jorobadito
Roberto Arlt
El jorobadito – Roberto Arlt 2
Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la
conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la
señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras,
de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más
ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un
benefactor de la humanidad.
Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es
la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto
no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo.
De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros
de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes
todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una
brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta
no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes
del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas
dificultades.
Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía
y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los conEl
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trahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la
profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me
he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso
pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme
cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento,
en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento
de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos,
hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me
clavarían agujas en la giba...
Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos,
endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me
creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he
librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso
y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel
que yo me veía obligado a decirle todos los días:
–Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole
con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada.
¿No es cierto que no te ha hecho nada?...
–¿Qué se le importa?
–No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus
furores en la pobre bestia...
–Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y
luego le prendo fuego.
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Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos
en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio
de teatro. Y yo le decía:
–Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias,
Rigoletto. Te conviene...
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir
mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento
sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle
salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una
conducta impura.
Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho,
es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas.
Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación
menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un
demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se
descubren las características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del
jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha.
No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles
enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detracEl
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tores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi
jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad
no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones
de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse
debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré
que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad,
tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído
percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave
es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el
rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los
rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa
acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
–¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal
cosa? No se equivocaba.–He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo
los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban
sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el
temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la
piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más
solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí.
De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento
de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres
que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo
llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiénEl
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dome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente,
de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis
desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X
al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es
curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una
hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto
y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y
como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría
con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos.
Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en
que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que
escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que
adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios,
de manera que el incauto –si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez–
observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que
permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La
primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo
estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo
y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por
la calle podían escucharle:
–¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa
presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han
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metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja
desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?–Y observando
las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:–¡Pero esto no parece una
casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han
tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que
iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado
de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo
recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con
la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un
jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame
con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo,
pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.
Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en
cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de
billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de
la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia,
con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la
hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco
reloj colgado de un muro del establecimiento.
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Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida
corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el
cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de
quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
–Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio
consumido y después de observarme largamente, dijo:
–¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y
muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque
no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a
quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó
después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
–No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican
excelentes cornudos.–Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la
estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:–
Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...
–No lo dudo– repliqué sonriendo ofensivamente–, no lo dudo...
–De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente
con usted...
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Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la
cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo
me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de
perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque
aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome
con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto
su amarilla dentadura de jumento, dijo:
–Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable
y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos,
caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es
cierto?
–¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza
como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
–Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le
parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente
a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido
como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
–No sé...
–Porque mi semblante respira la santa honradez.
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Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos
con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
–Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de
cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de
aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un
consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no
creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del
Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
–Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy.
En mi familia fui profesional del betún.
–¿Del betún?
–Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado
la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se
dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos
y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado
en mi vida.
–¿Y ahora qué hace usted?
–Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted
será mi cliente. Pida informes...
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–No hace falta...
–¿Quiere fumar usted, caballero?
–¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto
apoyó el corto brazo en mi mesa y dijo:
–Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente
carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece
una persona muy de bien y quiero ser su amigo–dicho lo cual, y ustedes no lo
creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado
de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el
brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba.
Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo
pensó mejor, y sonriendo, agregó:
–¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna
suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de
enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en
una imagen sobrenatural.
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Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco
en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en
dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi
deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que
corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente
no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja
nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar
con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar
en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión
de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior
sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas.
De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría
que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela
entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa
imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con
ella.
En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la
alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola
también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me
encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la
maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más
raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no
el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre
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silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente
de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la
madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba
de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el
rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso,
inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros,
vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando
aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por
ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en
ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio,
lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía,
porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado,
no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto
a mí.
Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces,
la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria,
tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco
sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo
en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus
ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando
mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable,
estallaba casi en estas indirectas:
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–Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo
¿qué les voy a contestar? Que pronto.–O si no:– Sería conveniente, no le parece
a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente
para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio
facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella
me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de
que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de
caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia
de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua,
violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien
os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación
de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios
resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o
hacerme víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular
con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra.
Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en
la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada
hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible
otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición
de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba
deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta
llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba
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ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora.
Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía
empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado
que el día era noche, me contestara:
–Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría
de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en
que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo.
Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba
un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran
serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada.
Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar
si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre
y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin
ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en
el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el
peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un
hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la
suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora
establecida.
Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante
esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dorEl
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mir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar
un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir
de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento
de vergüenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente
a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta
muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de
alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento
de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este
mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá
incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro
soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular
verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela
de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas.
Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar
definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la "idea"–idea que fue pequeñita
al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se
bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células
más remotas–y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui
familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba
acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.
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Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa
de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un
escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante
el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría
inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia
y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría
que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás
conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico
se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
–Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha
besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero
dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé
cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que
ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo
bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
–¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
–¿Cómo, mal rato?
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–¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado
a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como
quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".
–¡Yo no la tuteo a mi novia!
–Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo,
caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías?
¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le
decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado
a su novia.
–Y eso, ¿qué tiene que ver?
–¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no
gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted
se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
–Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas,
el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia
consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas
partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta?
Su primer beso habrá sido para usted.
–¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
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Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí
que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:
–Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
–¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que
me ponga sobrenombres.
–Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
–¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
–¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un
bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces
la comedia de la dignidad?
–¡Rotundamente protesto, caballero!
–Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado
parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre
a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas
palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico
de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te
indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no
sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso
que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desvergüenza!
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–¡No me ultraje!
–Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
–¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...
–Te daré veinte pesos.
–¿Y cuándo vamos a ir?
–Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...
–Bueno..., présteme cinco pesos...
–Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi
novia.
El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata
plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas
en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas
eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes.
Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el
cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me
decía con tono lastimero:
–¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
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Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto
lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y
una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes,
hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias.
No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad
había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme
en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito
corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante
a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse
se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes.
Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía
que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para
que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
–Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. –Y
comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida
lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta
de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las
miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero
haberlo amado a él.
El jorobadito – Roberto Arlt 22
De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
–Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado
sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata,
me dijo:
–¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... !
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con
que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?",
y esta contradicción entre la sonrisa de su carne (pues es la carne la
que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa
de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me
causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho,
se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
–Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
–¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
–¡A ver si te callás!
El jorobadito – Roberto Arlt 23
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en
trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca
dorada le dije al contrahecho:
–Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de
paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino.
Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
–Elsa–le dije–, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante
canalla que nos escucha. Óigame: yo dudo... no sé por qué..., pero
dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una
prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la
vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:
–Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor
de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento,
¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar
con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
El jorobadito – Roberto Arlt 24
–Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un
instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
–¡Retírese!
–¡Pero! ...
–¡Retírese, por favor...; váyase!...
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo...,
pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces
había guardado silencio, se levantó exclamando:
–¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así
a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de
peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada.
Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar
los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos,
mientras que el giboso, con el semblante congestionado, tieso en el centro de
la sala, con su bracito extendido, vociferaba:
–¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da!
¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como
usted? ¿No le da a usted vergüenza?
El jorobadito – Roberto Arlt 25
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
–¡Calláte, Rigoletto; calláte!...
El corcovado se volvió enfático:
–¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!–
Y volviéndose a Elsa, que roja de vergüenza había retrocedido hasta la
puerta de la sala, le dijo:–¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!
E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando
grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la
sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano.
¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio
de la sala, gritó estentóreamente:
–¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento
de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!–Y antes de que
ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado
desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados
por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera
nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame
de lo más extraordinaria y pintoresca.
Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
El jorobadito – Roberto Arlt 26
–¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario
que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A
cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una vergüenza cómo ustedes
atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado!
¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se
ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
–Lo haré meter preso...
–Usted ignora las más elementales reglas de cortesía–insistía el corcovado–.
Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de
ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una
alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso.
Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación
que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la
menor duda, señores. Continuó él:
–Caballero... yo soy...
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen
los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.
¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado,
castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado
estrangulándole?

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